Mientras tomaba el té, la diosa no podía dejar de pensar en el color de la sangre derramándose en el suelo y mezclándose con la lluvia gris del callejón. Suspiró y miró de nuevo por la ventana del pequeño salón de té. El cielo era gris, las nubes eran grises, y aunque pronto comenzarían a encender en algunas partes de Londres las nuevas farolas de gas que habían empezado a desterrar la oscuridad de la ciudad, notaba que el gris que parecía conformar e irradiar desde el centro de la ciudad, iba haciendo mella en ella. Suponía que en algún momento debería dejar atrás Londres y viajar al sur, de vuelta a Italia, a Grecia o a España, a disfrutar del sol y la luz; o quizá incluso viajara al otro lado del Atlántico. Pero estaba completamente enamorada de esa ciudad en ese momento.
Había estado anteriormente en Londres varias veces, había conocido la ciudad cuando era un cenagal inmundo que crecía como el moho sobre la carne podrida en las ciénagas del Támesis, la había visto destruida por el fuego en 1666, y en otro puñado de ocasiones, pero jamás se hubiera imaginado que acabara convirtiéndose en aquello, en esa metrópolis hacia la que se volvían los ojos de todo lo que llamaban el mundo civilizado, aquella Inglaterra Victoriana con sus compañías comerciales depredadoras, sus generales dados al saqueo, sus sociedades científicas y clubs de oligarcas, pero también con sus sucios muelles, sus putas sifilíticas, sus chimeneas que cubrían el cielo de humo y cenizas, y esa niebla fétida que parecía pegarse a todo e impedía que nada durara seco demasiado tiempo.
Por supuesto, toda aquella suciedad y aquella podredumbre estaba muy lejos de ella. Londres había conseguido ocultar sus desechos de la vista de los ricos y los poderosos como había escondido su obsesión por el sexo en la oscuridad de las habitaciones conyugales. Para ver aquellas puñaladas de realidad debía abandonar ese cómodo reino de fantasía que era Knightsbridge y dirigirse a Southwark, Spitafield o el reino del miedo en Londres, aquel lugar que aparecía en todos los periódicos por las cuatro prostitutas que habían aparecido muertas y cuyo asesino, el burlón Jack, parecía reírse de la mismísima policía metropolitana, Whitechapel.
Pensar en Jack y en Whitechapel la hizo sonreír levemente mientras se llevaba a los labios un sorbo de té, endulzado con una cantidad ingente de azúcar, y mezclado con un poco de leche. La idea de la sangre hacía que se sintiera ansiosa, e incluso notó que le temblaban ligeramente las manos, un gesto tan humano que hizo que se sintiera avergonzada y dejara la exquisita taza de porcelana blanca y azul que imitaba los motivos decorativos que la Compañía de las Indias Orientales había traído desde los lejanos puertos de China. Levantó una ceja, oscura, perfecta como el arco del mismísimo Apolo. Quizá ese fuera su próximo destino, los exóticos puertos de Cantón, Macao o Shanghái, o incluso de la misteriosa Japón. Pero, al fin y al cabo, aún le quedaban algunas cosas por hacer en Londres, tenía tiempo suficiente como para decidir su próximo paso. Lo pensaría después.
Tenía que aprovechar el momento, saber disfrutar de ese momento. Estaba en el corazón de la vida social de Londres, uno de esos pequeños salones de té donde las damas, o las damas y sus pretendientes, pasaban algunas horas entre té, dulces, pequeñas mesas y manteles de fino hilo. La diosa estaba sentada junto a un ventanal que daba a Upper Belgrave Street desde el que podía ver la casa en la que había vivido el poeta Lord Alfred Tennyson, que había hecho temblar a toda Inglaterra con la grandeza de sus versos.
Cuando baña mi lecho la luz de la luna,
Bien sé que en el lugar de tu reposo
Junto al agua anchurosa de poniente,
Derrámase una gloria de las murallas…
El salón de té, de hecho, tomaba el nombre de otro de los poemas de Tennyson, La Dama de Shalott, y había una docena de pequeñas mesas redondas con cómodas butacas, y algunas más amplias con elegantes sofás en el fondo donde podían reunirse grupos más amplios, como las damas que se reunían para hablar de la Biblia todos los jueves por la tarde, o las que lo hacían para comentar un idílico futuro en el que las mujeres pudieran votar en igualdad de derechos con los hombres y a las que el propio dueño del local miraba con una cierta desconfianza y sorna. Estaba decorado con papel pintado en las paredes, azul y blanco como la vajilla en la que servían el té, los dulces o las exquisitas mermeladas elaboradas por la familia que regentaba el local. Ante la diosa había una tetera aún humeante, un azucarero de porcelana con una cucharilla de plata del que ya había dado buena cuenta en el té casi insultantemente dulce que tomaba, y una bandeja de pequeños pasteles de crema, además de unas minúsculas tostadas donde podía servirse las deliciosas confituras de fresas, moras o naranja amarga, o la crema de limón que alegraban con una chispita de ginebra y que encantaba a las damas, tanto a las bíblicas como a las sufragistas.
Alejandro se hubiera vuelto loco con aquellos dulces. La diosa siempre recordaba lo joven que era Alejandro cuando lo había conocido en Pella, un crío de mandíbula desmesuradamente grande y rodillas despellejadas que robaba higos y miel de las cocinas, que respondía atropelladamente a las preguntas de su tutor; que corría a las rodillas de su madre cada vez que esta le llamaba, y que miraba con desconfianza a su padre, el tuerto Filipo de Macedonia desde prácticamente el momento de su nacimiento.
Puedo darte el mundo, Alejandro, había dicho ella la primera vez que se habían visto, cuando ella había hecho que todo el palacio de Pella durmiera, y solo Alejandro permaneciera despierto. En aquellos momentos, Filipo estaba lejos de allí, luchando contra Tebas, en el sur, y cuando escuchó sus palabras, los ojos de Alejandro parecieron resplandecer en la oscuridad. ¿Me darás el reino de mi padre?, había preguntado él, y ella había sonreído.
Te daré mucho más.
Había algo personal en aquellas palabras, algo que la diosa negaría si se lo preguntaban directamente, claro. Sabía que si el Imperio de Alejandro comenzaba en algún sitio, lo haría allí, en la Hélade, y ella tenía cuentas pendientes con los atenienses, que habían conseguido atraparla durante casi dos siglos. Áptera, la habían llamado, Sin Alas, para retenerla al servicio de Atenas. Pero no se le pueden cortar las alas al viento, y la diosa finalmente se había liberado y se había jurado a sí misma que vería Atenas convertida en ruinas. El Imperio sería para Alejandro, pero ella se había guardado un regalo a sí misma en él.
Por supuesto, su don tenía un precio, y cuando Alejandro lo escuchó, ni siquiera vaciló antes de aceptarlo. Eran otros tiempos, los hombres y las mujeres estaban hechos de otro temple, y aunque aún quedaba mucho para que se formulasen los principios de La Razón de Estado para justificar asesinatos, envenenamientos, crímenes y la muerte de los inocentes, en aquel tiempo lejos de las luces de la razón, los humanos habían vivido con la sabiduría de cumplir la voluntad de los dioses. Y si un dios te pide sangre, lo razonable era dársela. Alejandro le había dado sus sacrificios, y ella le había entregado su don, y el niño que robaba higos se había convertido en el dueño del mayor imperio que el mundo había conocido. Oh, por supuesto había sido un dominio breve, y a la muerte de Alejandro, cuando era poco más que un niño, su familia y sus amigos habían desmembrado ese dominio, lanzándose literalmente los unos sobre los otros para arrancarse las gargantas. Padres contra hijos, hijos contra amigos, amigos contra hermanos.
Los romanos habían dicho que la diosa era infiel, pero ella siempre había preferido decir que era veleidosa. Aunque entendía que un pueblo tan amante de las cadenas como los romanos, la tildasen de infiel, lo que significaría que ella les pertenecía. Y si algo tenía claro, era que ella no era la propiedad de nadie.
Pero, en fin, aquel tiempo había pasado. Por supuesto Alejandro no había sido el primero, ni mucho menos el último, pero sí uno de los que más recordaba cuando en días como aquel, se sentía nostálgica por algún motivo. Así que lanzó un último suspiro al aire sintiéndose la dama de uno de los poemas de Tennyson, y se incorporó, dirigiéndose a la puerta del salón de té, notando las miradas del resto de los presentes sobre ella, y sonriendo levemente al dueño del local. Por supuesto no había pagado, y por supuesto, el hombre no hablaría de ella de nada tan burdo y banal como podía ser la cuenta de su té. Alguno de los sirvientes de acercaría en algún momento para pagar a aquel hombre, y de ese modo, ambos eliminaban ese molesto y desagradable trámite que era el intercambio de dinero, algo que por algún motivo siempre había ofendido profundamente a la diosa. Salió a Belgrave, y apenas tuvo que alzar los ojos para encontrar un coche, así que alzó una mano levemente, y de inmediato el cochero espoleó al caballo para que se acercara a ella. Claro que la había visto, ella sabía que en aquel momento, no había nadie que pudiera verla que no la estuviera mirando, y sabía lo que verían en ella, una criatura casi evanescente, ataviada con tafetán blanco y verde, muselina esmeralda y guantes calados, el espíritu de Inglaterra, la propia Diosa Britannia, la mismísima Inglaterra Victoriana. El cochero bajó de su asiento tras la cabina del cabriolé, y con una reverencia abrió la puerta y colocó el escalón para que ella pudiera ascender con calma.
- ¿Dónde desea ir, señorita? -dijo él, mientras cerraba la puerta y lanzaba una mirada furtiva hacia el caballo, que se notaba inquieto. Ella no se lo tuvo en cuenta, los animales solían ser mucho más perceptivos en ciertas ocasiones que los humanos.
-A San Botolph -respondió ella, y de pronto el cochero se puso rígido.
- ¿Perdone? Creo que no la he entendido bien…
-Oh, disculpas. A San Botolph -repitió ella con una sonrisa beatífica pero negándose a dar más explicaciones al hombre, como si aquello que decía fuera lo más normal del mundo, como si todos los días desde el corazón de Belgravia salieran coches para llevar a jóvenes doncellas solas a la Iglesia de las Putas.
-Señorita, no sé si…
- ¿Perdón, no sabe dónde está? En ese caso yo podría indicarle.
-No, no es eso señorita, pero… ¿sabe a dónde va?
-Sí.
-No… A San Botolph entonces.
Ella volvió a sonreír, un ángel hecho carne, nubes y luz de sol, y el cochero cerró la puerta y subió a su silla, agitando en el aire la larga fusta para poner al caballo en movimiento. El sol se estaba poniendo en las casas de bien de Londres las familias ya estarían cenando o incluso disponiéndose a dormir, pero ni siquiera la oscuridad parecía capaz de arrebatar a la ciudad su espíritu gris y apático. El camino corría paralelo a la orilla norte del Támesis, a través del Strand y los jardines de St.James, y el cochero llegó casi hasta la Torre antes de girar hacia el norte alejándose del río, como si esperara que en algún momento cambiara de idea y le pidiera ir a algún sitio más… decente. Casi podía ver como la conversación tenía lugar en la mente del cochero, ella diría Disculpe, pero… ¿dónde estamos? Este no es el lugar al que yo quería ir… y él sonreiría, asentiría, y la llevaría de vuelta a su verdadero destino, en Kensington o Mayfair, pero lejos de allí y de la sordidez de Whitechapel.
Pero no había error, su destino era San Botolph, y cuando el coche se detuvo ante la fachada de la iglesia, ni siquiera esperó a que el hombre le abriera la puerta y la ayudara a bajar, se limitó a descender casi de un salto, lo que le dejó aún más atónito. Podrían decirse muchas cosas sobre las putas de Londres, pero al menos no se sorprendían si una dama no actuaba exactamente como se esperaría de ella.
-Muchas gracias, caballero -dijo tendiéndole las monedas correspondientes a lo que podría ser tres veces el importe de ese viaje.
-Esto no es… -comenzó a decir-. Señorita, esto es demasiado dinero…
-Oh, sois un hombre encantador -respondió ella-. Por las molestias. Por favor, volved a casa, no querría que os pasara nada…
-Señorita, por el amor de Dios… ¿estáis segura aquí? -preguntó de nuevo, y ella sintió cierta lástima. La preocupación del hombre era genuina, y miraba a su alrededor entre ofendido y aterrorizado. San Botolph no era la Iglesia de las Putas solo de nombre, allí se reunían muchas de las mujeres, hombres y niños que vendían su carne en los sórdidos callejones de Whitechapel, quizá buscando el poco consuelo que Dios pudiera darle. Estaba a un instante de ofrecerse a acompañarla a donde tuviera que ir.
Y es que los nuevos dioses habían traído comportamientos que para ella eran extraños, pero que habían calado entre los humanos de una forma que había sorprendido mucho a los viejos dioses. Se imaginaba conversando con alguno de ellos, ¿las palabras de un carpintero de Galilea? Por favor, Homero habla de nosotros. Eurípides habla de nosotros. Hesíodo habla de nosotros. ¿Y nos van a derrotar los balbuceos de un carpintero… de Galilea?
Oh, desde luego que lo había hecho, y ella de derrotas sabía mucho. Niké, había sido su nombre durante mucho tiempo, era la diosa del triunfo, y había sido una de las primeras en ver lo que venía. Y aún así, había sido demasiado tarde, aunque había intentado destruir a los cristianos cuando aún eran jóvenes. Aquello le recordaba siempre al salvaje Atila y sus Hunos. Lo había encontrado en las estepas perdidas del corazón de Asia, y aunque su pueblo estaba huyendo de otros aún más salvajes que parecían decididos a destruir el mundo allí en Oriente, Atila aún ardía de odio y rabia cuando ella apareció ante él. Para él, los sacrificios fueron aún más fáciles que para Alejandro, sus cinco víctimas cayeron, como debía ser, por su propia mano y en un suspiro, allí mismo, en la hierba alta de las estepas. Y los Hunos se dirigieron hacia occidente, dispuestos a destruir aquellos nuevos reinos cristianos, a sus pontífices, sus iglesias de hombres mansos y serviles y sus absurdos rituales de pan y vino. Y Atila rompió sus fronteras como una espada, aplastando sus tierras y alcanzando el mismísimo corazón de lo que llamaban Europa, y que Niké había conocido más tarde como la Panonia, y también como Hungría. Cuantos triunfos habían obtenido los Hunos de Atila, cuantos habían muerto bajo sus estandartes y los cascos de sus caballos.
Innumerables, tantos como estrellas en el cielo.
Pero la bendición de Niké muchas veces parecía llevar con ella la maldición de una caída rápida y vertiginosa, y el caudillo había muerto celebrando sus victorias, una ironía que a la diosa no se le escapaba. Y muerto Atila, su imperio se deshizo como un puñado de arena arrastrado por un mar, y todos tuvieron que acostumbrarse a vivir junto a esos extraños cristianos que criaban hombres rectos y decorosos como el cochero que tenía ante ella.
-Estoy bien -respondió finalmente, pensando en cuántos dioses simplemente se habían desvanecido, habían sido olvidados o vivían en los márgenes de la sociedad desde los tiempos en que habían gobernado desde las alturas del Olimpo o los inmensos bosques de Asgard, el Otromundo o la Tierra de Más Allá del Bosque. En sus largos viajes Niké jamás había encontrado a otro como ella, y muchas veces pensaba que era la única que había triunfado, que había sobrevivido a aquellos años en los que el mundo se había movido. Al fin y al cabo, ella era Victoria, la encarnación de la época en la que se encontraba-. Estaré bien, señor. Creo que usted debería marcharse.
Y sin más, dio la espalda al cochero y se dirigió hacia las oscuras calles de Whitechapel, sin mirar hacia atrás en ningún momento.
La noche se había asentado sobre la ciudad en el tiempo que la diosa había pasado en el cabriolé, y en aquel momento, en Knightsbridge, Belgravia o Mayfair las cuidadas farolas de gas ya estarían encendidas, convirtiendo la oscuridad en un remedo de sí misma, pero allí en Whitechapel todo era distinto, y la escasa luz que iluminaba las estrechas calles procedía más del interior de las casas de los obreros y los desarraigados que se arracimaban en aquel lugar, o de las muchas tabernas que surgían como hongos de la humedad de aquellas paredes. Las calles hedían con tantas capas de olores repugnantes que era confuso intentar afirmar a qué olía en aquel lugar, y la diosa notaba que sus pies chapoteaban en el suelo, siempre húmedo. Scotland Yard intentaba mantener presencia en la zona, el propio prestigio de la organización estaba en juego desde que Jack había iniciado sus asesinatos, y se había pedido a las mujeres que no se aventurasen con desconocidos en lugares oscuros o apartados, pero era absurdo pedir eso a las putas de Whitechapel, y los policías no se atrevían del todo a adentrarse en muchos de aquellos callejones de lo que parecía ser una ciudad dentro de otra, de aquel mundo donde el espíritu de Inglaterra no había penetrado.
O quizá sí lo había hecho. Quizá aquel era el verdadero corazón de Londres. Al fin y al cabo, el asesino había escogido el nombre de Jack. El nombre de la propia bandera de los ingleses. La diosa sonrió. Las dos caras de la misma moneda. Si Tiqué seguía existiendo, se hubiera sentido orgullosa de aquella imagen especular.
- ¡Eh guapa! -llamó alguien-. ¡Medio chelín si me la chupas!
Niké continuó avanzando, como si no hubiera escuchado aquella voz, pero el hombre insistió, y se aproximó a toda prisa hacia ella, extendiendo una mano para tocarla.
-Eh preciosa, te juro que no soy Jack…
-No, sé que no eres Jack -respondió Niké mientras el hombre se tambaleaba hacia atrás como si hubiera chocado con un muro mientras comenzaba a sangrar profusamente por los ojos, los oídos y la nariz. La diosa continuó caminando, y tres pasos después ya había olvidado lo ocurrido con el hombre que ahora yacía muerto en un rincón del callejón, y al que probablemente nadie echaría de menos ni nadie descubriría en varios días. Al fin y al cabo, ¿cómo diferencias a un muerto de un borracho incapaz de levantarse de un charco de su propio vómito? Al menos allí nadie se iba a acercar a él lo suficiente como para averiguarlo, salvo que fuera para robarle el poco dinero que pudiera llevar encima, ese medio chelín del que iba alardeando.
Mientras recorría las retorcidas callejas, Niké notó que la piel le picaba ligeramente. Ya habían muerto cuatro mujeres, la quinta no tardaría mucho. Alejandro lo había hecho, igual que Atila, y muchos otros, y ahora, Inglaterra pugnaba por convertirse en el nuevo Imperio.
Mary Ann Nichols.
Annie Chapman.
Elizabeth Stride.
Catherine Eddowes.
En ese nuevo mundo donde la prensa se convertía en un poder imparable, la diosa sabía que esos nombres se convertirían en símbolos, igual que lo haría Jack. Muchas otras víctimas habían sido olvidadas, al fin y al cabo, ¿a quien le había importado nunca quien moría y quien vivía hasta que había nacido ese nuevo mundo donde eran capaces de arrastrar hacia la luz lo que yacía en la más profunda oscuridad? Y ese mundo rugía de pura furia contenida. Niké podía haber elegido Rusia, Francia, los Estados Unidos o las jóvenes Alemania o Italia; pero algo la había llevado a Inglaterra. Y allí estaba, a punto de culminarse el ritual, el sacrificio de cinco víctimas en nombre de la Victoria.
La diosa sonrió de nuevo y enfiló Miller’s Court. El aire vibraba. Un hombre y una mujer se amancebaban en un rincón, el jadeaba, ella fingía gemir mientras el engañado varón creía que la estaba penetrando y solo frotaba su miembro entre las piernas de ella. Y aún así, la sífilis corría por las calles de Londres como el fuego en un campo seco. Ninguno de los dos la miró siquiera, mientras entraba en una pensión, en el número 13. En otro momento, como había ocurrido en Belgrave, Niké hubiera atraído las miradas de todos los presentes, pero allí, aquella noche, no tenía el menor interés en ser vista, así que era solo un suspiro en la oscuridad. Podía sentir que el aire latía. La sangre la llamaba, podía sentir el poder inherente al sacrificio, el pago de la Victoria. Abrió una de las puertas, y a la tenue luz de un quinqué, pudo ver la carnicería.
Mary Jane Kelly.
La mujer estaba tirada en la cama, y había sido completamente mutilada, abierta en canal desde el cuello hasta la ingle. Le habían arrancado los órganos, y estaban repartidos por la cama y las mesitas de noche, y en algún tipo de arrebato, le habían amputado la nariz y las orejas. Y junto a ella, envuelto en una capa amplia y con un sombrero que ocultaba su rostro bajo su ala, Jack. El oscuro corazón de Inglaterra.
-Así pues… está hecho -dijo Niké, y Jack se volvió hacia ella.
Ella se volvió hacia ella.
Para la diosa el tiempo transcurría de forma distinta, había pasado un breve instante desde la primera vez que ambas coincidieran. Había una fiesta en Buckingham y Niké había acudido, y alguien, no recordaba bien quien, las había presentado. Que curioso, querida… ambas tenemos el mismo nombre, había dicho ella, y Niké había asentido. En cuanto la escuchó hablar, supo porque estaba allí. No en Francia, no en Rusia, no en los Estados Unidos ni las jóvenes Alemania o Italia, ni siquiera en la lejana China o el Egipto milenario. En Inglaterra.
Alejandro había sido un niño cuando se encontraron en Pella, Atila un adulto cuando acudió a él en las estepas, en mitad de ningún sitio. Ella era ya una mujer que había dejado muy atrás los años de su juventud y su madurez. Su poder ya estaba asentado, no era una principiante, llevaba más de cincuenta años sentada en el trono de Inglaterra.
No lo hago por mí, había dicho después de Mary Ann Nichols. Lo hago por mis hijos.
Mis dones no se heredan, había respondido Niké. No mientas.
Sí, lo hago por mí. Lo hago porque he pasado mi vida prisionera, encorsetada, encerrada, atrapada, porque una jaula de oro, aunque preciosa, sigue siendo una jaula.
El don de Niké no se heredaba, lo había vivido cuando los sucesores de Alejandro se asesinaron unos a otros. El don de Niké no podía traspasarse a otra persona, Richelieu había cumplido con el ritual, y aunque había decidido que Luis XIII continuara reinando, el poder había recaído en sus manos. Y aquella mujer, con más de sesenta años a sus espaldas, había recorrido las calles de Whitechapel. ¿Quién iba a desconfiar de una anciana? Para toda Inglaterra ella dormía en sus habitaciones de palacio, los sirvientes que la llevaban hasta allí en un carruaje pensaban que era un capricho de la vejez, o eran tan fieles que se llevarían su secreto a la tumba. Las prostitutas de Whitechapel eran putas, sí, pero sobre todo eran mujeres. Y ninguna de ellas había negado su ayuda a una anciana.
Ayúdame, hija, estoy tan cansada… Ven, pequeña, hablemos de Dios… Gorrión mío, esta no es la vida que te mereces…
Aquella era la Inglaterra que Niké amaba. Victoria la habían llamado los romanos, como la mujer que se encontraba frente a ella, que era Victoria, la diosa Britannia, que era Jack, el corazón oscuro de Inglaterra.
-Está hecho… -afirmó la reina, casi sin resuello.
Y Victoria sonrió.