domingo, 17 de abril de 2011

LOS CÁTAROS II: LA CRUZADA

Inocencio III decidió que, efectivamente, una Cruzada era lo que necesitaba para erradicar la Herjía Cátara del Sur de Francia. De inmediato, acudió al que consideraba uno de sus más grandes valedores, el Rey de Francia, Felipe II Augusto, pero este se negó a dirigir en persona la Cruzada, aunque sí dio consentimiento para que sus vasallos lo hicieran. Felipe II, aunque pendiente de la situación en el sur, tenía litigios vigentes tanto con el monarca inglés como con los Emperadores Alemanes, de modo que no quería abrir un nuevo frente en el que implicarse directamente. Tras la proclamación de la Cruzada, el Papado concedió a los cruzados cuantas tierras pudieran dominar en el sur de Francia, y trató de que alguno de los grandes nobles del norte de Francia tomara el liderazgo de la Cruzada. El Duque de Borgoña y los Condes de Nevers, Bar o Dreux rechazaron sin embargo lo que en parte consideraban un atropello, pero Simón de Montfort, de la Casa de Montfort-L´Amaury, Conde de Leicester por parte de su madre, Amice de Beaufort, dio el paso al frente, y junto al nuevo legado papal, el monje cisterciense Arnaud-Amalric de Citeaux, se puso al frente del ejército Cruzado.
            Temiendo ver sus tierras arrasadas por una marabunta de salvajes procedentes del norte (con los que ni siquiera compartían en el lenguaje, ya que en el sur se hablaba la llamada “lague d´oc”, frente a la “langue d´oil” del norte), el Conde de Tolosa, Raimundo VI, tras una penitencia pública, se unió al ejército cruzado, que se dirigió hacia las tierras de los Trencavel, señores abiertamente cátaros y, como creo que ya he comentado, vasallos del Rey de Aragón; mientras en la propia capital del Languedoc, el obispo Fulco de Tolosa se ocupaba de limpiar la propia ciudad de herejes, armado con la autoridad papal. Béziers fue el primer objetivo de la Cruzada, y donde se cometió una de las mayores salvajadas que ha conocido la historia. La ciudad cayó bajo el dominio de los Cruzados, y muchos de los ciudadanos corrieron a refugiarse a la Iglesia, dedicada como muchas otras del sur de Francia a la Magdalena. Allí, se dice que ante la Madelaine de Beziers, los soldados acudieron ante el legado papal, Arnaud-Amalric, y le preguntaron como diferenciar a los herejes de los devotos católicos. La respuesta del legado cisterciense ha pasado a la historia: “Matadlos a todos, Dios ya reconocerá a los suyos”. Los soldados prendieron fuego a la iglesia.


            La actuación de los cruzados en Béziers sembró el pánico en el resto de las tierras de los Trencavel, y muchos dominios se rindieron sin presentar siquiera batalla, aunque los Cruzados tuvieron que rendir por sed la inexpugnable ciudad de Carcasona. El Vizconde Ramón-Roger Trencavel sería capturado en la ciudad, y arrojado a las mazmorras, en las que moriría de hambre y sed, mientras Béziers, Albi y Carcasona se convertían en el dominio personal del arribista Simón de Montfort., que continuó su expansión y su lucha contra los señores cátaros de la región. Aimery de Laurac, señor de Montreal, conseguiría escapar de su ciudad y reunirse con su hermana Guiraude, en Lavaur, mientras la propia Montreal, Preixam, Fanjeaux, Montlaur, Bram, Minerve, Termes, Puivert, o Lastours se iban rindiendo a su paso. En Bram, Simón ordenó cegar a y romper la nariz a cien hombres, a los que puso en fila, guiados por un tuerto en dirección a Cabaret. En Lavaur, ahorcarían a Aimery de Montreal y lapidarían a su hermana, Guiraude, en uno de los actos más crueles de toda la Cruzada.  
            Todas estas actuaciones, sumadas al hecho de que Simón se acercaba cada vez más a los dominios de los Condes de Tolosa y de Foix, llevaron al Conde Raimundo VI a pedir la ayuda del Rey de Aragón, Pedro II, recientemente nombrado prácticamente Hijo Predilecto de la Iglesia por Inocencio III por su victoria sobre los musulmanes en las famosas Navas de Tolosa, y que decidido a detener la expansión de Simón de Montfort (y de Felipe II Augusto) en el sur de Francia, decidió tomar las armas, en lo que se convertiría una acción sin precedentes, pues un rey apodado “El Católico” se enfrentaba directamente a una Cruzada convocada por la propia Iglesia. Pedro II trataría de negociar con el líder de la Cruzada en varias ocasiones, pero Simón de Montfort se mostraría en todas ellas altivo y despectivo, y sin intención alguna de detener la Cruzada, así que finalmente, el rey aragonés decidió tomar las armas. El conflicto entre Simón de Montfort y Pedro II de Aragón tendría lugar en la Batalla de Muret, en 1213, y sería una de esas batallas que cambiarían la historia del mundo.


            En principio, parecía que Pedro II contaría con la ventaja. Muchos de los señores franceses, acabada la cuarentena, se habían retirado a sus dominios, y Montfort se encontraba en inferioridad de fuerzas dentro del castillo de Muret, cerca de Tolosa. Junto a Pedro II, además de las compañías aragonesas se alineaban los Condes de Tolosa y de Foix. Sin embargo, había tensiones entre los tres líderes, hasta el punto de que los tolosanos amenazaron con retirarse y abandonar a Pedro II; y su convencimiento de que iban derechos a la victoria, hizo que la noche anterior a la batalla, la vivieran prácticamente como si ya hubieran ganado, celebrando algo que no había ocurrido. Al día siguiente, ocurría lo inesperado. Pedro II, campeón de la Iglesia Católica, moría en el campo de batalla de Muret, dando fin a los sueños de expansión catalana-aragonesa, poniendo fin a cualquier posibilidad de resistencia contra los Cruzados del norte, y dejando a su heredero, el futuro Jaime I, en Perpiñán, precisamente bajo el control del hombre que había liderado los ejércitos que habían derrotado a su padre, Simón de Montfort.
            Tras Muret… todo parecía acabado.
            No lo estaba.

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