Imaginad un mundo que ha dejado de ser este.
No más Internet. No más coches, no más aviones, no más aire acondicionado, ni calefacción, ni telepizza, no más fábricas, ni teléfonos, no hay televisión ni netflix, no hay partidos de fútbol, no hay Gran Hermano, no hay aspirina, ni dentistas, ni agua corriente, ni electricidad. Olvidaos de todas las comodidades, de todos los avances, de todo lo que hace que nuestra vida sea más larga, más segura, más cómoda...
El planteamiento no es nuevo, ni la mecánica con la que se alcanza, aunque aquí no hay zombies: el fin del mundo llega de la mano de una enfermedad, la llamada Gripe de Georgia, que acaba con todo en cuestión de días. La gente enferma y muere en cuestión de horas, se contagia por contacto o por vía aérea, y con la muerte de la mayor parte de la humanidad, desaparece también la civilización. Ese es el mundo que nos trae Emily St.John Mandel en Estación Once, una novela sobre un futuro (muy cercano) apocalíptico, en el que la humanidad se ha reducido casi al mínimo, las ciudades han quedado abandonadas, y los humanos se reparten entre una serie de pequeños agrupamientos en torno a restaurantes de carretera, moteles o aeropuertos. Pero bajo la premisa de que la supervivencia no es suficiente, nos encontramos con la Sinfonía Viajera, un grupo de actores y músicos que recorre un pequeño espacio en torno al lago Michigan, y que llevan música y obras de teatro de Shakespeare a esos lugares donde la humanidad se empeña en sobrevivir. A través de la Sinfonía Viajera, y de la joven Kirsten, vemos este mundo que se sostiene a duras penas... y ese pequeño mundo tiembla aún más cuando hace su aparición un autodenominado profeta, que señala el virus que acabó con la civilización como la voluntad de Dios para exaltar a sus elegidos, que por supuesto son el profeta y su grupo. El conflicto entre el Profeta y la Sinfonía sirve de punto de acción para el libro pero...
Pero la verdad, es que es lo menos importante. Cuando lo leáis, veréis que realmente el conflicto se reduce a una persecución un poco tonta. Pero es que realmente, este fin del mundo, no es ni siquiera lo más importante del libro, porque lo que Estación Once nos trae no es una historia sobre el fin del mundo, es una historia sobre como cambia el mundo, y lo hace siguiendo una línea de personajes a los que podemos ver a través de fragmentos de lo que han vivido entre los veinte años que han pasado entre la Gripe de Georgia y el encuentro de la Sinfonía Viajera con el Profeta. Siguiendo la estela de un actor de teatro, Arthur Leander, convertido en auténtico protagonista de la novela más allá de su propia muerte, la autora nos habla de los hombres y mujeres cercanos a él, siendo su última actuación en la misma noche en que se desató la Gripe de Georgia. Kirsten, una de las niñas que participaba en el montaje teatral; Clark, viejo amigo del actor; Miranda, su primera esposa; Elizabeth, su segunda esposa; Tyler, su hijo; Jeevan, uno de los asistentes a aquella última noche en el teatro... Y todo esto, con un curioso cómic de fondo, la Estación Once, una estación espacial dirigida por el misterioso Doctor Once, atrapados en un crepúsculo eterno en un mundo tomado por las aguas...
La verdad es que ha sido una novela de lo más interesante. No era lo que esperaba, pero en esta ocasión esto no ha sido malo, y la verdad es que en algunos momentos, a través de la narración familiar de la escritora, de lo cotidiano de todo lo que cuenta, ha conseguido hacerme sentir muy agobiado en muchos momentos, no por la trama, sino por la inquietud de que la historia es completamente verosímil... y no hay nada que asegure que el mundo que nos trae Estación Once no pueda llegar mañana.
Y si eso ocurre, sin duda, la supervivencia no es suficiente.
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