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viernes, 12 de julio de 2013

DRAGONES Y MAZMORRAS, PERSONAJES DE PUERTOLIBRE: ALEXIEL.

                Cuando Alexiel se incorporó, la luz del amanecer se filtraba ya por las cortinas de seda de la habitación de la posada, y el olor a especias y perfumes del cercano mercado flotaba en el ambiente. Aquella posada había costado el triple que cualquier otro lugar semejante en Amn, pero desde luego, aquella luz y aquel aroma merecían cada moneda de plata invertida. Y desde luego,  el hombre del Mar del Dragón que dormía desnudo sobre la cama, con la luz del sol perfilando su piel del color del bronce, también había merecido cada minuto de dedicación. Aquella había sido una noche que Alexiel no olvidaría en mucho tiempo.



                Se acercó a la ventana, cubriéndose con una capa de seda casi transparente, más por resguardarse del fresco procedente del mar, y escrutó las calles tal y como se veían desde allí, la red de callejas y tejados rojos, las telas multicolores de los puestos de los comerciantes que ocupaban plazas y calles a su derecha, la zona más rica del puerto a su izquierda… Volvió a mirar al marinero, apenas recordaba su nombre. Alvar, Tasar, Kelvar… algo así, uno de esos absurdos nombres que probablemente el corsario había comenzado a utilizar cuando empezó a navegar  en el Mar del Dragón pensando que así amedrentaría a otros piratas, Alexiel conocía el poder que mucha gente otorgaba a los nombres, y suponía que el verdadero nombre del chico sería otro muy diferente. En aquellos momentos, le daba igual. Y sin embargo, no podía dejar de mirarlo, quizá porque le recordaba a Brendan.
                Y no le gustaba recordar a Brendan.

                Había sido hacía mucho tiempo, en Aguasprofundas. Tharkas había abandonado la ciudad, y con él, Alexiel había perdido a su más antiguo amigo, pero luego, conoció a Brendan. Brendan Cormynther, medioelfo como ella, apartado del resto de los estudiantes de la Escuela de Magia de Aguasprofundas, como ella. Y si Alexiel había mostrado un gran talento para la magia, Brendan era un auténtico prodigio que había fascinado a todos y cada uno de los maestros, desde el más nimio aprendiz al propio Khelben Arunsun, Báculo Negro, el mago más poderoso de la ciudad. Y a Alexiel. También había fascinado a Alexiel.
                Se habían encontrado en los claustros de la Escuela, habían compartido escasas palabras, luego algunas más, y finalmente, tras una frustrante clase de magia de conjuración, habían vivido juntos su primer beso. Brendan le escribió después a Alexiel un poema en el que comparaba sus besos a la miel, sus ojos con profundos lagos… el poema era malo, deleznable para los estándares élficos, pero era obvio que el muchacho había puesto todo su corazón en aquellas palabras, con la fuerza y el peso que solo el corazón de un medioelfo podía poseer, de una rabia y una pasión que Alexiel conocía perfectamente, pues eran su propia rabia y su propia pasión.
                Habían leído juntos los arcanos tomos de la biblioteca de Arunsun, habían practicado juntos, habían trazado círculos mágicos de convocación, y asistido aterrados a como los profesores convocaban a seres de otros planos, de otros lugares, criaturas extrañas, algunas humanas y otras completamente ajenas, criaturas benévolas o que se hacían llamar “la fuerza del mal”. Y sus manos se habían buscado en algunos momentos, mientras parecía que la realidad se iba a fracturar a su alrededor.
                Y en todo momento, Brendan era el primero de los magos, el más prometedor de los futuros artífices de la magia de Aguasprofundas, y Alexiel, la segunda. Los dos eran la envidia del resto de los alumnos , los dos eran los preferidos de los profesores y de Arunsun. Los dos.
                Una noche, Alexiel y Brendan abandonaron sus habitaciones y subieron a uno de los tejados de la Academia. Ella llevaba vino dulce, y se recostaron junto a un pináculo espiral, observando las estrellas. “Aquella es Mystra, y aquel, Helm. Aquel es Torm el fiel, y Shar, la señora de la oscuridad”, decía Brendan con voz dulce, señalando las estrellas, y Alexiel asentía, aunque las conocía perfectamente. En su cuello colgaba un regalo de su padre, un viejo medallón de plata con diamantes engastados de tal forma que replicaban las estrellas de Mystra en el cielo, la diosa de la magia. Pero la voz de Brendan era como el vino, y le gustaba beberla. Bebieron y hablaron hasta la hora cercana al alba, cuando finalmente, se dispusieron a volver a sus habitaciones, pero Brendan era joven, no estaba acostumbrado al vino, y aquel era un lugar peligroso. Se escurrió con una teja suelta y cayó, aferrándose por poco al tejado, bajo la mirada de Alexiel, que se apresuró a arrodillarse a su lado y tomarle de las manos. Pero de pronto, se detuvo.
                “Alexiel” suspiró él, tratando de alzarse, “ayúdame”, pero ella permaneció quieta. Como una estatua. A su mente acudieron hechizos que podrían ayudarle, y sabía que sólo el vapor del alcohol impedía que Brendan los recordara también. Él siempre era el primero, ella la segunda. Se apartó unos pasos, y vio como los dedos de un atónito Brendan se escurrían despacio de las cortantes tejas, y luego caía, acabando en un crujido que cubrió de sangre y esquirlas de hueso roto el patio de la Academia. Para cuando alguien decidió ver a los alumnos, Alexiel se encontraba en su habitación, como si acabara de despertarse a una pesadilla. Brendan había muerto, todos la miraban con pena, con lástima. “Pobrecita, era su mejor amigo”. Su padre le envió un anillo, ópalos y aguamarinas. Era su forma de decir “lo siento”.
                Alexiel nunca volvió a ser la segunda. Había decidido entre amor y poder, y había encontrado su camino en el sendero del centro. En el amor al poder.

                Aquel marinero le recordaba a Brendan, en su mirada sobre todo. En aquellos ojos adultos que miraban el mundo con la vista de un niño. Para cuando Alexiel abandonó la posada, envuelta en velos, el marinero del Mar del Dragón no abriría nunca más los ojos. Tenía un pasaje para un barco hacia Puertocalim, y ella lo necesitaba, y un hombre dormido siempre era fácil de matar.
                Cuando embarcó, ni siquiera recordaba el nombre del muchacho.

                Realmente, jamás le había importado.

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